Voy a acercarme de puntillas a lo que es mi dolor. Una  pena  inmensa que tiñe mi corazón de negro, y que cuando menos lo espera aparece como una zarpa que desgarra y atenaza. Sí, esto es acercarse de puntillas, aunque zarpa, negro e inmenso parezcan ya  palabras fuertes.

Cuando mi hijo falleció, me ofrecieron  una seudo-solución para ello,  unas suaves pastillas de esas que da la psiquiatría, pensando que aplaca los dolores del alma. Las rechacé. Le dije, al médico que me las ofreció, que no iba a tomar nunca lo que mató a mi hijo.

Tengo claro, y lo  sentí desde el primer momento, que le mató la psiquiatría.  Ahora,  al decir  estas palabras, los psiquiatras  me pueden  situar  dentro del grupo de los paranoicos, o, con un poco de piedad, dentro del grupo de  los padres que para no asumir errores desplazan la culpa en los otros.

Las pastillas psiquiátricas se fueron metiendo poco a poco como duendes silenciosos en la vida cotidiana de mi hijo restándole fuerzas y energías, además de producirle otros graves efectos secundarios que mermaban su autoestima. Las pastillas, esas pastillas, de las que si te enganchan te es dificilísimo salir, le iban consumiendo poco a poco.  Cada vez era más lo que tenía que tomar para llegar al mismo resultado.

Ya hace doce  años que  venía pensando  que si quería recuperar al hijo que siempre había tenido, la única solución era que  poco a poco, muy poco a poco porque es lo prudente,  y con la ayuda de un médico,  dejara de tomar una medicación que tanto daño le estaba causando.

En mi ánimo,  a menudo  estaban las palabras de un gran maestro H.S. Sullivan. «Cuando la  ansiedad llega a un punto, los propios mecanismos de tu cuerpo, actúan para defenderte». Sí,  uno de esos clásicos de la psiquiatría que dijo verdades como puños, pero  que ya está olvidado. ¿Pero qué efectos tan nefastos producen las medicinas psiquiátricas que desprenderse de ellas resulta tan difícil, y puede llevar años?

Cuando falleció mi hijo, que tenía, como muchos jóvenes,  un corazón de oro,  pasé noches en blanco. Poco a poco me vino el sueño.  Y me quedé sola con mi tristeza, que sube y baja, como una noria.  Espero se vaya diluyendo  algo con el tiempo,  aunque  me acompañará mientras viva  y será  compañera del alma.

No me queda otra que convivir con ella, porque estar triste no es estar deprimido,  y, afrontar los retos que la vida, a mi edad, me sigue poniendo por delante.

Viviré con fuerza y coraje por todos los que me quedan, mis otros hijos, mis nietos.

Otro objetivo primordial de mi  existencia, aunque sólo llegue a poner un grano de arena,  será luchar porque a ningún otro hijo, de ningún otro  padre, le vuelva a pasar lo que le pasó a mi hijo, que la bien intencionada psiquiatría le destruya.

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