Voy a empezar diciendo que yo entré en una institución mental sin saber por qué. Llegaron a mi casa, me cogieron dos enfermeros y me llevaron al hospital, como si fuera ganado. Aún hoy día no sé quién me ingresó.
Ni me hablaron por mi nombre. Me aguanté, evaluando las consecuencias, y las ganas que tenía de que me dejaran en paz y de defenderme, me las guardé. Así que cuando llegué allí y me examinaron, no pudieron ponerme ningún cartel. Era una excusa a lo que se llamó ingreso por rehabilitación social.
Nada más llegar me pincharon con no sé qué, que me dejó tarumba. Así fue mi entrada en un manicomio, donde los enfermos éramos menos que los enfermeros y el personal médico.
Sentía a los psiquiatras y sus auxiliares que nos trataban como si ellos fueran nazis, y nosotros violadores, mandándonos callar.
Te dejaban sin comer hasta que te tomaras la medicación, y aunque les dijeras que estabas zombi, te daban otra pastilla más, sin que se te pasara el efecto de la anterior, por lo que sientes, al no recuperarte, que te vas a morir con las pastillas. Es como en una película de terror.
Tenías la sensación, al medicarme a la fuerza, de como si me ahogara, y cuando vas a salir te hundiesen de nuevo, y no respiraras lo suficiente, para aguantar la siguiente dosis. Es una sensación de angustia y desesperación.
Tuve suerte, al cabo de unos días me bajaron la dosis, hasta que me la dejaron en una pastilla. Tuve suerte por buen comportamiento, pero vi cómo trataban a otros que se rebelaban. O eres un monje, o te tratan fatal. Había que estar como si fuéramos prisioneros de guerra.
Después me pasaron a otro centro en donde la experiencia fue menos negativa, porque te trataban mejor. Conseguí eludir los diagnósticos. Los psicofármacos no los he vuelto a probar en años, son un veneno, y huyo de que me cataloguen como enfermo mental, porque me dan miedo las consecuencias de esas etiquetas que te ponen para siempre.
Ahora, con la muerte de mi amigo, tengo miedo. Me afectó muchísimo su fallecimiento. Su internamiento involuntario y el tratamiento recibido fue para mí la causa de que terminara con su vida.
Le conocía mucho, éramos como hermanos. Se lo dije a su madre, le van a matar, cuando me comunicó que estaba internado involuntariamente, porque me salió del alma, como un grito de socorro por todo lo que conocía «Le van a matar, Charo». Ella no me dijo nada, se calló. Ella no conocía lo que allí dentro pasa, yo sí porque lo había vivido en carne propia.
Pedro era mi amigo, conocía su gran sensibilidad, su vulnerabilidad, sabía de qué iba eso de estar internado, y tuve mucho miedo por él, al que quería más que a mis hermanos, e incluso que a mis padres, porque era más que un hermano, la persona más cercana que había tenido en mi vida, éramos amigos desde niños.
Ahora, cuando veo que mi premonición se cumplió, tengo altibajos y pesadillas, tengo miedo a que me metan en un manicomio de nuevo, como me pasó hace muchos años, sin ningún por qué, sin ningún sentido, quizás fuera porque no era como los demás.
Los internamientos forzosos se deben prohibir, atentan contra los más elementales derechos humanos. No somos ganado, ni criminales.
Alicia
Alicia
Alicia
Alicia
Carmen
Inma Medina Rodríguez
Judith