Después de un verano con un comportamiento muy extraño, encerrado en su habitación y con gran hostilidad hacia mi, Mario se había marchado de casa sin querer dejar su dirección. Al mes nos habían llamado de la casa donde estaba pues se encontraba psicótico y no querían ponerle en la calle sin antes intentar localizar a la familia. 

La compañía de seguros envió a una ambulancia para trasladarle a una clínica privada. Mi hermana y yo le seguimos en coche. Cuando llegamos a la clínica atendimos en una sala de espera donde había una línea de puertas, hasta que por fin se abrió una de ellas  y una voz llamó “¿Familiares de Mario González?”

Entramos en un pequeño despacho donde había una doctora, tenía acento sudamericano y nos empezó a hacer unas preguntas, y en paralelo se puso a hablar por teléfono, prácticamente sin escuchar nuestras respuestas, simplemente centrada en el teléfono y en meter datos en el ordenador… me chocó la poca atención que nos dedicaba mientras realizaba el trámite de ingreso.

Por fin nos dijo: “Mario ya está ingresado, intentaremos estabilizarle. Vengan mañana a las 10h para hablar con su psiquiatra». 

Nos fuimos con una sensación de alivio, por lo menos Mario estaba en manos de profesionales que se encargarían de sacarle del estado en el que se encontraba, y no había peligro de que se escapara. 

Al día siguiente llegamos a la clínica para nuestra cita. Aparcamos el coche en el aparcamiento en una zona ajardinada de la clínica. Era un edificio de color blanco de varias plantas y con varias alas. Se encontraba en una urbanización de alto standing de la ciudad, conocida por sus mansiones de personas acaudaladas y famosos del papel cuché. 

La entrada tenía una amplia zona de recepción con un par de elegantes recepcionistas que atendían a las visitas y al teléfono, habían cómodos sillones y sofás que te daban la sensación de estar en el lobby de un hotel. 

El edificio debía ser de los años 70 y tenía una combinación de zonas con estilo y mobiliario de esas fechas, y otras zonas más modernas reformadas o ampliadas posteriormente. 

La recepcionista nos dirigió a la zona de consultas externas. Nos sentamos en la sala de espera y esperamos nuestro turno. Entramos en un pequeño despacho donde se presentó la Dra. Wendy Ramírez. 

“Soy la psiquiatra de su hijo”. La Dra. Ramírez era una mujer bajita en la cincuentena, con el pelo muy negro recogido en un moño. Tenía aspecto sudamericano, algo mestiza, la piel de color tostado, los ojos grandes y muy oscuros. No sabía ubicar su acento, pudiera ser colombiana, peruana, no lo sabía a ciencia cierta. 

«Anoche descansó bien y le estamos estabilizando. Nos ha dicho que no quiere ver a su madre, pero sí que le visite su tía. Nuestro horario de visitas es de 6h a 8h de la tarde. Le pueden traer una bolsa de viaje con su ropa y artículos de aseo». Nos dio una hoja con el horario de las actividades en la clínica: gimnasia, yoga, manualidades, sesiones de grupo… cine forum los viernes por la tarde. Habían algunas actividades extra de pago como sesiones con un psicólogo/a. Tenían las mañanas ocupadas hasta la hora de comer, y por las tardes tenían un rato libre para la siesta hasta la hora de visitas de familiares, después tenían la cena. 

Desde esa misma tarde mi hermana le visitaba a diario y pasaba un buen rato con él, también fueron a visitarle otras personas de la familia como mi padre y hermanos, así como algunos amigos. 

Yo llamaba a la doctora a diario para preguntar como se encontraba Mario. “Dice que no quiere saber nada de usted, pues usted es una mala madre y ha recibido malos tratos por su parte y que es culpa suya que esté así. Le estamos medicando para que pueda estar más tranquilo”. 

Como una vez a la semana tenía cita con la Dra. Ramírez, seguía diciendo que Mario me rechazaba. «Dice que ha recibido malos tratos por parte de usted, y también de alguno de sus tíos. Tiene mucho desorden mental. Parece que está respondiendo a la medicación». 

Le había traído a Mario una bolsa con ropa limpia y artículos personales. La doctora me dijo, “Si quiere puede subírselo a la habitación, él ahora mismo está en las actividades, su habitación es la 307”. 

Salí del edificio y me dirigí hasta otra entrada en un lateral en la zona de pacientes. Había una persona tras una zona acristalada en la entrada que me pidió identificarme. Cogí el ascensor y subí una planta hasta un área diáfana donde se encontraba la cafetería de los pacientes. Había mesas con sillas, sillones, sofás, más o menos lo que te encontrarías en un hotel de 3 ó 4 estrellas o en una residencia. El estilo era de los años 70 por lo que te daba un poco la sensación de haber viajado en el tiempo. 

En la zona de cafetería habían unos pocos pacientes sentados por las mesas y sofás. Eran de diferentes edades, de mediana edad, algún joven, alguno mayor. Estaban vestidos con ropa de calle y se les veía tranquilos. Lo que todos tenían en común es que se les veía drogados, tenían la mirada como de zombi. 

Por curiosidad di un paseo por la cafetería, tenía una cristalera muy amplia que daba al exterior, había un pequeño jardín con mesas donde podían salir los pacientes, había una mesa de ping pong. 

A un lado de la cafetería había una sala cerrada para que los pacientes pudieran fumar. También les estaba permitido hacerlo en el jardín. 

Cogí el ascensor a la tercera planta y anduve por el pasillo hasta la habitación 307. Abrí la puerta de la habitación, en la que no había nadie, vi algunas pertenencias de Mario repartidas por la habitación. Era una estancia amplia y luminosa, con una cama individual en el centro. Las paredes y el mobiliario eran de color blanco. Dejé la ropa de Mario en el armario, y recogí la ropa sucia para llevármela a casa. 

Esa tarde le pregunté a mi hermana después de su visita. “¿Qué tal está Mario?” «Está mejor, parece que no le importa estar en la clínica, ha dicho que se come muy bien y ha hecho algunos amigos». 

Prácticamente a diario o como mucho cada dos días llamaba a la Dra. Ramírez para que me informara de como se encontraba.

“Está mejor, se le ve contento en la clínica y está muy guapo». Este último comentario me sorprendió por parte de la doctora, la forma en que lo dijo me pareció poco profesional.

«Pero sigue mostrando mucho rechazo hacia usted, no sé qué le ha hecho, únicamente quiere que le visite su hermana”. 

Otro día la doctora me dijo, “Mario ha dicho que cuando salga de aquí quiere marcharse al extranjero a hacer un curso”. “Pero si no está bien, ¿cómo va a irse fuera?, ¿y de dónde va a sacar el dinero?” le respondí.

Cuando ya habían pasado unas 2-3 semanas desde el ingreso la Dra. Ramírez me dijo, “Bueno, ya dentro de poco se le puede dar el alta”.

“Pero doctora, ¿a dónde va a ir? No quiere volver a casa y no tiene otro sitio a donde ir” “Le pido que le tenga allí algo de más tiempo hasta que nuestra relación se restablezca y pueda volver a casa”. 

“De acuerdo, haré lo que pueda”. 

Fueron pasando los días y semanas. Mi hermana le iba a visitar a diario, yo a veces la acompañaba y la esperaba en el coche. Me contaba las novedades de Mario, y algunos cotilleos: “Me ha dicho Mario que anoche se escapó un paciente, saltó la valla, que es altísima”. 

La doctora me decía “Sigue rechazándola, estoy intentando que entre en razón, pero no es fácil”. 

Una mañana después de una cita presencial con la Dra. Rarmírez, me pasé por el área financiera pues tenía que hacer una gestión para el seguro. Mientras esperaba me entretuve leyendo una documento con los servicios de la clínica, y pude ver que el precio por día para clientes privados era de 400 euros, ¡menos mal que la estancia la pagaba el seguro!

Un día estaba sentada en mi mesa de trabajo en mi “home-office” cuando sonó mi móvil con una llamada sin usuario identificable. “Es la madre de Mario, soy la doctora Ramírez, Mario está conmigo y le gustaría hablar con usted”. 

“Hola Mamá, quería decirte que te perdono y me gustaría darte una oportunidad, ¿podrías venir a verme esta tarde?”

Esa tarde volví a entrar por el ala de pacientes, me dijeron que Mario estaba en la cafetería y subí a verle. No tenía mal aspecto, aunque estaba muy delgado. 

A partir de entonces fui yo la que iba todas las tardes a visitarle. Charlábamos, tomábamos algo en la cafetería, que solía estar bastante animada con las visitas de familiares, paseábamos por la clínica, me contaba las novedades, nos saludábamos y despedíamos con un sentido abrazo, volvíamos a tener una cariñosa relación madre-hijo. 

Un día Mario me presentó a Hazim, un chico joven de su edad con quien había hecho amistad. Era de Arabia Saudita y estaba estudiando en España, y estaba ingresado por trastorno bipolar. Era de los pacientes privados de pago a los que atendían los psiquiatras de más categoría de la clínica, mientras que a los pacientes de las aseguradoras como Mario solían asignarles médicos del tipo de la Dra. Wendy Ramírez, en su mayoría oriundos de Latinoamérica.

Otro día subimos a la quinta planta donde había una pequeña biblioteca, también estaban las habitaciones de los pacientes que estaban peor, con puertas sólidas y cerradas. Charlábamos de nuestras cosas cogidos de la mano, como unos tortolitos recién reconciliados (en el sentido platónico), cuando de repente vi a un paciente que venía por el pasillo, era un hombre de unos 40 años, llevaba unas gafas de espejo, y andaba de una forma muy rara, tenía muy mal aspecto, el tipo de persona que si hubiera visto por la calle me habría cambiado de acera. 

Cuando llegó a nuestra altura se paró, de repente Mario se puso de pie y, para mi sorpresa, dijo “Javi, tío, ¿como estás?” y se dieron un abrazo, y charlaron con gran calidez. Mario, le dijo “Esta es mi madre”. Javi me dio un beso, y me dijo “Cuídele mucho, tiene usted un hijo estupendo”. 

Cuando se marchó le pregunté a Mario, “Qué le ha pasado a Javi, ¿por qué está así?” 

“Tiene esquizofrenia y ha tenido problemas de drogas, además le atropelló un coche, por eso está así”. “Pero es una bellísima persona, de lo mejor que hay aquí”. 

En una de las siguientes llamadas la Dra. Ramírez me dijo, «Me gustaría que Mario volviera a casa pronto, él me ha dicho que quiere volver, además, con el seguro solo puede estar aquí un máximo de 40 días, y ya no le queda mucho”. “Le voy a dar permiso para que vuelva a casa este fin de semana y vemos qué tal les va”. 

Le fui a recoger el viernes a la clínica. Tenía todo preparado en casa para que estuviera lo mejor posible, le compre sus comidas y bebidas favoritas. 

El sábado por la noche mientras cenábamos me dijo. “Mamá, ¿sabes que ha estado la guardia civil en la clínica?” “No, no sabía nada”, respondí. “Acordonaron todo por fuera, venían a por mí” “¿Qué dices, por qué querrían hacer eso?” “Porque me están vigilando desde hace tiempo, también dentro de la clínica, tienen cámaras por todas partes con las que me vigilan”. “El otro día un enfermero intentó envenenarme con un yogur, pero me di cuenta y lo escupí”. 

Todo esto me resultó muy extraño, el lunes siguiente cuando hablé con la Dra. Ramírez se lo conté, y me dijo “Sí, tiene delirios, yo también lo he notado. Con la medicación que le estamos dando le debería ir mejorando”. “Aparte de eso, ¿qué tal ha ido el fin de semana”

“Muy bien, hemos estado estupendamente, ha estado tranquilo y no ha dado ningún problema”. 

Unos días después la Dra. Ramírez me llamaba para informarme que le daba de alta, “Venga mañana a las 10h a recogerle y antes de marcharse pásense por mi consulta”. 

“Nosotros ya no podemos hacer nada más por él, le recomiendo que les hagan seguimiento ya desde la sanidad pública, pues cuentan con recursos que nosotros no tenemos, como el hospital de día o centros de rehabilitación, que quizás les vengan bien”. 

Volvíamos a casa, pero nuestra historia con la psiquiatría no había terminado.

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