En abril de 2020 retiré el antidepresivo que tomaba por la mañana, el compuesto era paroxetina. Lo tomaba desde 2009 cuando me diagnosticaron fibromialgia y síndrome de fatiga crónica, tenía ansiedad y estaba un poco decaída. Eso fue todo, pero esta medicación me iba a salvar la vida, o ese era el enfoque que los médicos le daban.

En diciembre de 2018 tuve una reacción muy severa por un antibiótico llamado ciprofloxacino, desde entonces no puedo tomar fluoroquinolonas (es muy posible que esta medicación tuviera algo que ver con que me diagnosticaran fibromialgia en 2009 tras dos años tomándola cada pocos meses). También desde 2018 (posiblemente antes) desarrollé algún tipo de hipersensibilidad química puesto que empecé a tener reacciones a medicamentos que antes me sentaban bien. A finales del 2019 empecé a tener deseos intensos de autolisis, como pasaba tiempo sentada me imaginaba cortándome las pantorrillas con una cuchilla, había escuchado hacía años que alguien se había serrado la mano y yo pensaba que era una idea interesante y me imaginaba serrándome la mano izquierda con un serrucho guiado por la mano derecha, sin sentir ni un ápice de dolor. Además empecé con la ideación suicida. Tenía movimientos repetitivos en la cabeza, como si tuviera Parkinson. También tenía lapsus de memoria severos: me perdía, me desubicaba, no recordaba ni el nombre de mis compañeros de trabajo, mi mente estaba lenta, muy lenta.

Algo estaba pasando en mi cuerpo que no era normal. Había intentado varias veces reducir la paroxetina en los años anteriores pero me ponía malísima, mis médicos decían que era un ataque de fibromialgia o que era una recaída de ansiedad, y volvía a la dosis anterior. Esta vez me dije que tenía que dejarlo porque intuía que había algo con ese medicamento que no funcionaba correctamente.

Fui reduciendo durante algunas semanas, tal vez varios meses,  y al final dejé la paroxetina. Tengo que aclarar  que era uno de los tres antidepresivos que tomaba al día, puesto que además tomaba trazodona y amitriptilina para medio dormir. Los primeros días estaba muy animada, pensaba con claridad, tenía actividad mental, fue como antes de tomar esta medicación, yo hacía años era una persona rápida de mente, analítica, ingeniosa. “Era…” Vislumbré lo que fui hace años, me llené de alegría y luego vino el desastre. Me puse enfermísima. Mis médicos me decían que era una recaída de la depresión (actualmente yo dudo que tenga depresión de ningún tipo, ni ahora ni antes), etc etc y que el antidepresivo no podía ser el motivo de mis síntomas puesto que se elimina del cuerpo en unos días. Entonces contacté con los grupos de afectados por psicofármacos y me quedé helada. Lo que yo tenía NO era una recaída de nada, era otra cosa mucho más severa y ni siquiera podía ser una recaída de depresión o de ansiedad o de nada que hubiera tenido anteriormente, porque la nueva condición era esto, totalmente NUEVA y superaba en severidad todo lo que he vivido en mi vida antes, TODO. Estaba teniendo el famoso “withdrawal”, es decir, el síndrome de retirada de antidepresivos. Que al final el químico del psicofármaco sí se elimina de la sangre en días, pero el efecto en el cerebro puede llegar a ser tan severo que los efectos desagradables pueden durar hasta años.

Definir qué es el síndrome de abstinencia de antidepresivo es tremendamente dificultoso porque tienes cientos de síntomas a cada cual más kafkiano, algunos los he olvidado, otros aún los recuerdo porque cuatro años después aún no se han ido. Puedo mencionar los ataques severos de ansiedad que me despertaban de madrugada (retiré la paroxetina, pero por años tomaba trazodona y amitriptilina para dormir por el insomnio, y seguí tomándolos, pero me hacían poco efecto ante la severidad del mismo) que presentaban los siguientes efectos: la presión enorme en el pecho, las taquicardias, el dolor de estómago, el dolor de intestino, tenía ataques de colon irritable ultrarrápidos, es decir, el desajuste en los químicos del organismo era tan severo que cada mañana tenía diarreas tan rápidas que me llegué a defecar en la cama. Otros síntomas eran la presión en el cráneo, los dolores de cabeza continuos, a veces migrañas muy severas, sentía la inflación en el cerebro, me daban punzadas de dolor tan fuertes en la cabeza que me quedaba quieta y encogida, había momentos que mi consciencia se desenchufaba, eran como segundos en los que no tenía conciencia, como cortocircuitos . Vivía cada segundo en completa desazón, cada segundo en disconfort. Percibía hasta el átomo más pequeño del mundo como algo hostil, hasta el aire que respiraba era hostil, ya qué no decir de las personas  (añado que me tocó la época Covid, con toda la locura que todo ello comportó). No había lugar seguro en el mundo, ni día ni noche. Psicológicamente me sentía como un animal moribundo que se había arrinconado en un lugar para dejarse morir, pero con pánico a ataques de todo tipo.

Mi cerebro estaba tan fuera de control que no podía ni pensar, se fue mi diálogo interno, no era capaz de enlazar ni dos frases, la niebla mental era tremenda, no era niebla, era algo como si tuviera fósforo en el cerebro; confusión, desorden. No entendía ni lo que me decían, ni podía seguir conversaciones, ni podía hablar. Hubo un momento que la desesperación de no poder controlar los síntomas era tan grande que no paraba de llorar. Mi “Yo” se llenó de oscuridad, de desazón, de horror. Fue un viaje por la oscuridad más absoluta, estoy segura que viajé al infierno. Obviamente dejé de tener miedo a la muerte, nada podrá ser peor que lo que viví.

Tenía desrealización, es decir, todo me parecía irreal, pero a la vez todo me afectaba sobremanera. Era como vivir en un teatro. También tuve despersonalización, pero esto menos, es decir, no había conexión entre mi consciencia y mi cuerpo, es decir, yo hablaba y era como si hablase otra persona. Este síntoma fue horrible, me desconecté de mi esencia, terrible. Dejé de hablar durante unos días porque sentía que hablaba otra persona.

A todo ello, tenía ideación suicida grave, desde que me despertaba hasta que me acostaba tenía deseos de suicidarme. No me acercaba al balcón, porque mi inercia era tirarme. No me acercaba al autobús porque me decía que era la oportunidad para acabar, así todo el día.

Se me retiró la regla, perdí unos diez kilogramos, se me encanó el cabello, iba encogida porque tenía pánico a todo, pasaba días y días sin cambiarme de ropa, entre el sofá y la cama, olía fatal, me sentía miserable, estaba extenuada (se me acentuó sobremanera el síndrome de fatiga crónica y la fibromialgia).

Este es un resumen, pero tuve muchos más síntomas.

A todo ello yo quería gestionar esto y solucionarlo. Los grupos de apoyo están muy bien pero necesitaba ayuda profesional. Obviamente mis médicos no me creían, es más, el psiquiatra me dio a probar en varias semanas varios antidepresivos más, que lo que hicieron fue destrozarme ya casi totalmente.

Mi hermana me buscó terapeutas. Me llevó a uno. El señor tenía renombre porque era o había sido profesor de psicología en la Universidad. Respiré aliviada “este profesional me entenderá”, pensé inocentemente.

Mi hermana me recogió en mi casa, yo era un guiñapo, me tiré en el asiento del copiloto, extenuada, sin poder hablar, con la cara rígida, con mis vaqueros que me caían hasta la cadera de lo delgada que estaba, con mi ropa sucia, mi pelo sucio y mi alma dolorida. Y fuimos para allá. Tenía esperanza.

Una de las peores situaciones de la vida es estar en un estado de desesperación, tener esperanza y que no funcione aquello en lo que habías depositado esa gotita que te quedaba antes de ahogarte ya totalmente en el fango.

La consulta de este señor estaba en el centro de Barcelona, llegamos hasta allí y aparcamos casi abajo. Fue bueno porque vivía tan agotada que me costaba andar.

Subimos y nos recibió un señor con aspecto de joven, no iba trajeado, iba vestido de “tío guay” y eso me llenó de ánimo. Tal vez mi cerebro había relacionado a la gente vestida con traje con actitudes rígidas y de control.

Nos fuimos a una sala con una ventana al fondo. Era el centro de Barcelona y el ruido de los coche era bastante molesto para mi (tenía hipersensibilidad acústica y lumínica), pensé que alguien se podía volver loco con tanto ruido día y noche. Cada uno estábamos en una esquina de la sala, al lado de la puerta. Él en su esquina al lado derecho de la puerta, yo en mi esquina, al lado izquierdo de la puerta. Y al fondo la ventana. Parecíamos un cuadro de Magritte: “mujer rota en la consulta del psicoanalista” o algo así.

No recuerdo bien lo que dijimos, pero yo le expliqué lo de la retirada del antidepresivo y que me estaba sentando mal, no debía ser un tema muy interesante para él porque le hizo aprecio el mínimo o nada, y le expliqué que teníamos a mi madre en una residencia y que esto también me estaba angustiando mucho.

Dijo algo de mi madre, era de los terapeutas que culpan de todo a las madres, algo dijo pero también lo borré de mi mente. Creo que dijo algo de que mi madre me estaba castrando o algo así. No recuerdo. Mi madre estaba muriendo en una residencia, atrapada por la sinrazón de los protocolos del periodo Covid. No estaba yo por culparla de nada a esas alturas de la vida.

Me preguntó qué hacía yo en mi día y a día y yo le dije que me encontraba tan físicamente mal que no hacía nada, que no podía ni leer, ni salir a caminar, ni siquiera ver videos. Yo no tenía hobbies no por no interés, tengo un interés desmedido en todo, me he pasado la vida estudiando, leyendo, buscando información. He hecho muchas actividades. En esa época no podía, era un ser humano totalmente destruido, roto, deshecho. Toda mi poca energía vital la invertía en sobrevivir y cada día era una lucha por no dejarme morir o no volverme loca. Cada día intentaba que ese minúsculo hilo que me unía a la vida no se rompiera, porque realmente tras meses así pensé que estaba más cerca de la muerte que de la vida.

El profesor de universidad disfrazado de tipo guay no lo entendió, no sé en qué paradigma se movía, no sé qué tenía en el corazón, no sé su consciencia en qué grado estaba sintonizada con el egregor de la falta de empatía, no lo sé, pero me dijo: “lo lamento pero no puedo ayudarla. Usted está espiritualmente muerta”.

Me zumbaron los oídos por unos segundos y mi cerebro se quedó como en carta de ajuste y luego pensé “no sé si esto lo estará escuchando mi hermana en la sala contigua, pero seguro que acaba de quedarse tan en shock como yo”.

 “Usted está espiritualmente muerta”. ¿Qué ser humano le dice a otro ser humano en estado extremo de sufrimiento una frase de ese tipo? ¿Qué quería, que llegase a casa y me tirase por el balcón?  Qué inconsciencia la del ser humano a la hora de dictar sentencias sin tener todos los datos, a qué nivel de vanalidad frívola se ha llegado en psicología que en media hora te dicen diagnóstico. Qué perversa tendencia tienen los profesionales de culpar a las personas de sus problemas de salud, en este mundo lleno de tóxicos, no todo es culpa de tu mente, y menos en ciertos momentos de tu vida.

Tremendamente perturbada y desalmada sociedad en la que estamos sobreviviendo.  

Me recetó arteterapia y me finiquitó. “Tengo una amiga que hace arteterapia, le sentará bien” me dijo.

Salí de allí y pensé que si este señor era profesor de Universidad, tremenda basura le estaba enseñando a sus alumnos, futuros psicólogos, que iban a incorporarse a una maquinaria de profesionales secuestrados por una narrativa pagada por los lobbies farmacéuticos.

En diciembre de 2023 me hicieron un test genético que confirmó que yo no metabolizo diversos tipos de fármacos, entre ellos los psicofármacos que había estado tomando durante años. Vivía en una especie de sobredosis de medicamentos, posiblemente me hubieran estado ocasionando neurotoxicidad y hubiera desarrollado hipersensibilidad química. En el informe que me hizo del genetista encontré la respuesta a muchas de las reacciones que he estado viviendo durante años.

María J.