CUALQUIER PSICOFÁRMACO QUE AFECTA AL PROYECTO VITAL DE UNA PERSONA ES FACILITADOR TANTO DE LAS IDEAS SUICIDAS COMO DE LA CONDUCTA SUICIDA
Se prefiere determinar de forma simple que en el 90% es la llamada enfermedad mental lo que conduce al suicidio. Y se fomenta un falso mito, que la enfermedad mental es la inductora de la conducta suicida.
La psiquiatría oficial así se lava las manos, y no reflexiona sobre unos métodos de tratamiento fuertemente agresivos, en una estrategia diagnóstico céntrica y farmacocéntrica.
Lo que no se quiere ver desde la psiquiatría es la correlación existente entre un mal diagnóstico, un internamiento involuntario, una medicación agresiva, que produce síntomas secundarios graves, una estigmatización social, tanto por el tratamiento como por el diagnóstico, y otros abordajes como las contenciones o el electroshock que recibe el diagnosticado como enfermo psiquiátrico… Y EL SUICIDIO.
¡Cuidádo! Con el dato del 90% juega la psiquiatría que se plantea un nuevo diagnóstico a estudiar y definir en el DSM, el trastorno de comportamiento suicida. Un diagnostico derivado de una condición única, el intento de suicidio, cuya existencia se infiere restrospectivamente por el intento.
Los fallos del modelo actual de abordaje del suicidio están, no tanto en que haya un plan nacional, sino que el modelo dominante entre profesionales , y que opera en guías, planes y estrategias de prevención, está ligado a la enfermedad.
Para García-Haro el fallo está en que no se pide revisar el modelo el cual si no se cambia pivotará, como lo hacen todos los planes vigentes sobre la noción de enfermedad, dejando así en la penumbra la ayuda a muchas personas, los cuales sufren el estigma social y el autoestigma que ellas mismas viven y el cual es inherente a la idea de enfermedad mental, que acompaña al desaliento y a no pedir ayuda.
Achacar el suicidio a la enfermedad mental, separándola de los posibles desencadenantes, en muchas ocasiones relacionados con el tratamiento psiquiátrico, puede ser tranquilizante, así no se asumen ni culpas ni responsabilidades, pero no es la verdad a la que necesariamente tenemos que mirar de frente si queremos bajar las cifras de suicidios y ayudar a nuestros jóvenes, uno de los colectivos más afectados.
Esta relación suicidio-enfermedad mental es puesta sobre las cuerdas, es decir criticada, por varios especialistas, tres de ellos trabajadores del Servicio de Salud del Principado de Asturias, Juan García-Haro, Henar García-Pascual, y Marta González González., que junto con Sara Barrios Martínez, master en Psicología General Sanitaria y Rocío- García Pascual, Universidad de León, publican un magnífico artículo en Papeles para el Psicólogo en el 2020, titulad: Suicidio y trastorno Mental: una crítica necesaria (1).
En primer lugar, nos dirán, criticando la metodología de trabajo del modelo actual: el trastorno mental no es condición necesaria, ni suficiente para el suicidio. Se está confundiendo un factor de riesgo con un factor explicativo.
Como tampoco es cierto que muchas personas con enfermedades terminales y oncológicas piensen en el suicidio o se quiten la vida, no significa que la conducta suicida sea un síntoma del cáncer o la causa del suicidio. Significa más bien que el suicidio es una opción límite que se abre frente a contextos de sufrimiento trágico como es aquí el caso ante la cercanía de la muerte.
Ahora bien, para la psiquiatría de modelo biomédico, el suicidio es uno de los síntomas que se puede presentar en la enfermedad mental. Reducir el suicidio a un síntoma, a una enfermedad, es peligroso porque conlleva el riesgo de diluir o desactivar cualquier análisis psicológico y contextual implicado en la crisis suicida.
La paradoja del modelo biomédico del suicidio consistiría en describir primero la conducta suicida en términos fenomenológicos, de primera persona, como un acto-intencional-de-matarse, y luego, intentar demostrar que dicha intencionalidad no existe, porque en realidad las «enfermedades psiquiátricas, en última instancia, remiten a mecanismos bioquímicos, neurobiológicos y/o genéticos-hereditarios anómalos. Y además, sin clarificar que genético no es sinónimo de hereditario.
Según la experiencia de los autores en contextos clínicos, las ideas y tentativas suicidas se asocian no tanto a los «síntomas» o al diagnóstico nosológico (depresión, esquizofrenia, etc.), sino a un manto de factores contextuales y existenciales como:
1) Estar lidiando sin éxito ni esperanza por salir de contextos vitales problemáticos.
2) La vivencia de fracaso repetido de las estrategias de afrontamiento, incluyendo los sistemas de apoyo.
3) La desmoralización asociada a la semántica del diagnóstico psiquiátrico («enfermedad-cerebral-genética-crónica-como-cualquier-otra-que-precisa-medicación-continuada»), cuya connotación, cargada de estigma, paradójicamente viene fomentada por ciertos sectores profesionales que dicen combatir el estigma en salud mental.
4) Los efectos secundarios del tratamiento que, vividos en primera persona, en cuerpo y alma, pueden impedir o interferir seguir adelante con las tareas evolutivas, los valores o el proyecto de vida.
Se sabe que la ruptura del yo con su proyecto vital (crisis de identidad o del self) es un importante factor de riesgo en el suicidio.
El atribuir a los «síntomas» o al factor diagnóstico la «causa» del suicidio es un enfoque simplista.
Hay tratamientos tan agresivos, tan invalidantes, que si bien yugulan los «síntomas» más terribles, dejan tras de sí una oscura sombra de daños colaterales nada desdeñables. Pueden dejar a las personas con tal grado de deterioro y discapacidad que, aunque sin «síntomas» («duerme bien, no tiene problemas de apetito, ánimo estable», etc.), o a veces con síntomas, las alejan de lo más valioso de sus vidas, las colocan, sin darse cuenta, al borde del abismo. Como si vivir fuera solo respirar.
Los efectos llamados secundarios de los psicofármacos son muy invalidantes.
Podríamos hacer una larga lista, dañan muchos. Ya a primera vista aumentan las dificultades extrapiramidales, el deterioro de la memoria, las alteraciones afectivas, la capacidad cognitiva, las dificultades de comunicación con el entorno, el cansancio… A una persona medicada con antipsicóticos se le están produciendo, entre otras cosas una inflamación del cerebro, que empieza a sonar como un equipo de sonido de baja fidelidad, mal.
Son los mismos fármacos los que muchas veces impiden, complican o limitan seguir adelante con el proyecto de vida o con una vida-basada-en-valores.
Unos tratamientos invalidantes que agudizan la ruptura del yo con su proyecto vital o una mala relación terapéutica o directamente amenazante, son elementos facilitadores del suicidio. Alimentan y alientan la falta de control sobre la propia vida, la desmoralización, la desesperación y la desesperanza.
Unos estudios recientes han identificado señales para la asociación entre el riesgo suicida o ideas suicidas con los siguientes principios activos: olanzapina, diazepam, risperidona, clorazepato, insulina, alprazolam, clonazepam, gabapentina, emtricitabina, paliperidona, hidroxicloroquina, litio y ziprasidona.
Estos datos nos invitan a una reflexión profunda. Es un tema grave a seguir debatiendo.
Maria Rosa Arija Soutullo
Psicóloga
(1) El artículo se puedo consultar en este enlace: https://scielo.isciii.es/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0214-78232020000100035